lunes, 31 de mayo de 2010

A 40 años del asesinato: relato secreto de la confesión por el crimen de Aramburu

PorRicardo Grassi - Especial para Clarín

Años después de participar del operativo, dos líderes Montoneros revelaron cómo lo hicieron. Uno de los periodistas que los entrevistó cuenta, por primera vez, los entretelones. Un texto estremecedor.
Desde su publicación en la edición del semanario La Causa Peronista del 3 de septiembre de 1974, el artículo de seis páginas que incluye el relato de Norma Arrostito y Mario Eduardo Firmenich sobre cómo, entre el 29 de mayo y 2 de junio de 1970, secuestraron, enjuiciaron y mataron al teniente general Pedro Eugenio Aramburu, es uno de los textos periodísticos más comentados, citados y desmenuzados hasta la fecha. Quedó registrado como la primera vez en la historia que un personaje político, Firmenich, relata con detalles cómo mató a alguien. A ello se sumó un halo de misterio: hasta hoy nunca se informó por qué se hizo el reportaje, dónde, cómo ni quiénes lo hicieron, escribieron y editaron.


Se cumplen 40 años de lo que pasó a ser llamado “el Aramburazo”, acción con la que Montoneros se presentó en sociedad, definió su identidad, adquirió liderazgo y contribuyó a acentuar la crisis del gobierno militar encabezado entonces por el general Juan Carlos Onganía, quien apenas 16 días después de conocida la muerte de Aramburu fue reemplazado por el general Roberto Levingston.


El 29 de mayo no fue una fecha elegida por Montoneros al azar: se festeja la creación del Ejército Argentino, en 1810, que ahora también ha cumplido 200 años. En 1970 se le agregaba una celebración paralela y opuesta: la revuelta, un año antes en Córdoba, de obreros y estudiantes contra el gobierno militar, el Cordobazo.


En la polarización que ha caracterizado la historia argentina, Aramburu resumía lo que un lado amaba o había amado y lo que el otro, proscripto, odiaba. Era un símbolo. La acción de Montoneros, creó un símbolo opuesto. Mitos de un país que recién a partir de 1983, al concluir el Proceso de Reorganización Nacional iniciado en 1976 por Jorge Rafael Videla, pudo empezar a reflexionar sobre su historia de venganzas y cadáveres robados. Montoneros se había propuesto negociar el cadáver de Aramburu a cambio del de Eva Perón, cuya desaparición y entierro en un lugar secreto en Italia había sido realizada cuando Aramburu asumió la conducción de la Revolución Libertadora, que derrocó a Juan Domingo Perón en 1955 y proscribió al peronismo hasta el 11 de marzo de 1973. La intención de Montoneros de mantener oculto el cuerpo en una estancia de la provincia de Buenos Aires, fracasó.


Aramburu había firmado el decreto que dispuso el fusilamiento de militares leales al gobierno peronista en junio de 1956, encabezado por el general Juan José Valle, mientras que en el mismo año, civiles fueron fusilados en Lanús y José León Suárez. Con el Aramburazo, Montoneros -que habían bautizado a su “operación” con el nombre de Pindapoy- también reivindicaron a aquellos muertos ejerciendo “la justicia revolucionaria”, según explicaron en su momento, sugirieron en una carta a Perón el 9 de febrero de 1971 y reiteraron en La Causa Peronista.
Aquella carta a Perón destacó un objetivo que en la primera parte del artículo de La Causa Peronista aparece en tercer lugar: desbaratar un supuesto plan de Aramburu para derrocar a Onganía e instalar un gobierno que integrase a sectores del peronismo. La versión de que ese plan contaba con el consentimiento de Perón, era de tal envergadura que en la carta Montoneros le transmite la preocupación de si “con este hecho estropeamos sus planes políticos inmediatos”. Es por esto mismo que surgió y subsistió la duda sobre si Montoneros no habría sido, en realidad, un grupo vinculado o apoyado por el gobierno de Onganía, que conocía el plan de Aramburu.


Firmenich reía y sonreía. Era un tipo que equilibraba su poco atractivo físico con simpatía, la risa fácil y un agudo sentido del humor. Pero se ponía grave y meditaba cuando las preguntas exigían detalles. ¿Quién lo mató? ¿Cómo lo hizo? Los periodistas preguntan, no obtienen inmediatamente lo que quieren, pasan a otra cosa, dan un rodeo, vuelven a la pregunta. ¿Qué dijo, qué hizo Aramburu cuando le informaron que iban a matarlo? ¿Cómo lo enterraron?
“Un texto verdaderamente extraordinario en la historia de la violencia política, tan extraordinario que hoy resulta poco menos que increíble (¿esto verdaderamente sucedió y pudo ser contado así?)”, escribió Beatriz Sarlo en “La Pasión y la Excepción”.


La tapa con fondo anaranjado de ese que fue el último número de La Causa Peronista y de cualquier otra publicación masiva vinculada a Montoneros -la semana anterior había sido clausurado el diario Noticias-, fue contundente en su sencillez. “COMO MURIO ARAMBURU”, anunció el titular en grandes letras blancas, cada palabra en una línea, que ocupaban la mitad inferior de la página. En la parte superior, en caracteres más pequeños, se leía la primera parte de la frase: “Mario Firmenich y Norma Arrostito cuentan”. Y por encima de esta, aún más pequeño, “7 de setiembre Día del MONTONERO”. En un costado, como si fuese una “pintada”, el clásico signo de la P dentro de la V, que si durante los 17 años de su exilio significaba Perón Vuelve, después de su muerte la Juventud Peronista y Montoneros había transformado en Vive.


El artículo está al final de la edición y lo antecede una página en la que se reproduce un texto de Eva Perón que expresa su temor por “la oligarquía que pueda estar dentro de nosotros” y concluye: “por eso los peronistas debemos tratar de ser soldados para matar y aplastar a esa oligarquía donde quiera que nazca”. Una declaración de guerra que, en la mentalidad de Montoneros, era contra Isabel Martínez y López Rega. Hacia septiembre de ese año, ya eran más de 200 las personas que había matado la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A).


El artículo no empieza con el relato sino con un texto de una página en el que se reiteran los tres objetivos del Aramburazo. Es en dos columnas de la página siguiente que comienza el relato de Firmenich y Arrostito; el resto de la página y la siguiente lo ocupa la carta de Montoneros a Perón. El relato continúa en las dos páginas posteriores junto a la respuesta de Perón, fechada 20 de febrero de 1971, quien responde a cada uno de los puntos pero les recuerda que todos las formas de lucha son necesarias, no sólo la armada.


El relato sigue en la página 30, donde también está el comunicado número 3 con el que el 31 de mayo Montoneros anuncia que “el Tribunal Revolucionario” resolvió matar a Aramburu “en lugar y fecha a determinar; hacer conocer oportunamente la documentación que fundamenta la resolución de este tribunal; dar cristiana sepultura a los restos del acusado, que sólo serán restituidos a sus familiares cuando al Pueblo Argentino le sean devueltos los restos de su querida compañera Evita”.


El relato de Firmenich, en cambio, dice que fue en la noche del 1 de junio cuando le anunciaron a Aramburu “que el Tribunal iba a deliberar” y que la sentencia le fue comunicada a la madrugada siguiente por Fernando Abal Medina, jefe del grupo. En la última página del artículo, un recuadro responde a las sospechas de la vinculación de Montoneros con Onganía y explica que la documentación que iba a ser dada a conocer “oportunamente”, no existía más. Como consecuencia de las bajas sufridas, el encuentro del cadáver de Aramburu y “para evitar una nueva derrota… Firmenich tomó una decisión tremenda”. Quemó todas las cintas del juicio a Aramburu “porque no tenía ni siquiera un lugar para esconderlas”.


La entrevista con Firmenich llevó dos tardes, cada vez cinco periodistas encerrados con él en la casa de Dardo Cabo, militante peronista y periodista que había adquirido notoriedad junto con su mujer, María Cristina Verrier, cuando secuestraron un avión y aterrizaron en las islas Malvinas para reafirmar simbólicamente la soberanía sobre ellas. Le costó cuatro años de cárcel. Había trabajado en Diario Crónica, de Ricardo García, y en Extra, de Bernardo Neustadt, antes de figurar como director del semanario El Descamisado. El organizador y director real de esa publicación, que llegó a tener picos de venta de 170 mil ejemplares semanales, fue el autor de este artículo. A El Descamisado lo reemplazaron El Peronista, primero, y luego La Causa Peronista.


Perón ya había muerto, el 1 de julio, gobernaban Isabel Martínez y José López Rega, el camino de Montoneros iba siendo cerrado y autocerrado. La decisión de relatar “Cómo murió Aramburu” fue el adiós a la existencia legal de esa organización. La revista fue clausurada y Montoneros anunció que pasaba a la clandestinidad y retomaba el camino de las armas.


Norma Arrostito no reía, a veces sonreía suavemente, y emanaba una tristeza difícil de ignorar. Fue entrevistada por separado, en un bar muy porteño que estaba en la calle Lima. Su cara era muy distinta a la de las fotos que la hicieron famosa poco después del Aramburazo, cuando todos sus autores fueron identificados menos uno, que en el reportaje siempre fue mencionado como “el otro compañero”, y murieron en enfrentamientos con la policía y el ejército. Sólo Firmenich, ella y “el otro” sobrevivieron hasta el momento del reportaje. Ahora sólo él, quizás también el anónimo. Arrostito figura entre las desaparecidas. Fue vista por última vez en la Escuela de Mecánica de la Armada, donde “pasaba horas memorizando el Romancero Gitano”, de Federico García Lorca, según relató Pilar Calveiro en “Poder y Desaparición”.


Con tono monocorde y bajo, ella respondía con detalles minuciosos a preguntas sobre los cinco meses de planificación del secuestro y el día de su realización, hasta el momento en que se quedó en la ciudad y Fernando Abal Medina, que era su pareja, “el otro”, Carlos Ramus, Firmenich y Aramburu emprendieron el viaje hacia la estancia La Celma, de la familia Ramus, en Timote. Según el relato de ambos, ella allí nunca estuvo.
El reportaje fue el punto culminante de un desacierto y la antesala de muchos más. Desde la óptica periodística, era el relato que cualquier medio habría querido tener y que ningún periodista podría haber desechado. La confluencia entre ambas perspectivas hizo posible un texto que resulta aún hoy escalofriante.


El relato recorre una secuencia temporal lineal que va desde el momento en que los 12 que integraban una organización aún anónima decidieron secuestrar a Aramburu, hasta que lo mataron y enterraron. Cuando Firmenich llegó al momento de contar que en la madrugada del 2 de junio Abal Medina le comunicó a Aramburu “General, el Tribunal lo ha sentenciado a la pena de muerte”, la entrevista alcanzó su máxima tensión, que el texto escrito no evidencia. Fue deliberada la elección de un estilo de redacción en el que sólo hablasen los entrevistados, sin interrupciones, interpretaciones ni comentarios por parte de los autores del reportaje. Cualquier agregado era innecesario o incluso negativo desde la óptica de su impacto y credibilidad.


El trabajo de los periodistas consistía en ceñirse a reproducir de un modo fluido las palabras de Firmenich y Arrostito. Pero llegado ese momento, en la habitación en la que transcurrió el reportaje, aquellas tardes de fines de agosto, la tensión resultó incómoda. Resulta revulsivo escuchar los detalles de cómo alguien mata a otra persona y qué hace con su cadáver. Quizás por eso, el relato tiene huecos.
Firmenich no estaba cuando Abal Medina mató a Aramburu en el sótano de la casa. “Para él, el jefe debía asumir la mayor responsabilidad. A mí me mandó arriba a golpear sobre una morsa con una llave, para disimular el ruido de los disparos” (Ver Página 35). Temían que el cuidador del casco de la estancia, el Vasco Acébal, cuya casa estaba cerca, escuchase. No se sabe si Abal Medina estuvo a solas con Aramburu o si estaba “el otro” cuando bajaron al sótano. “Le pusimos un pañuelo en la boca y lo colocamos contra la pared”. ¿Por qué un pañuelo en la boca? Cuando le anunciaron que “el Tribunal iba a deliberar” dejaron de hablarle y “lo atamos en una cama. Preguntó por qué. Le dijimos que no se preocupara”. El relato publicado no explica por qué, pero Firmenich lo explicó: Aramburu ya habría entendido cuál era su destino y ellos temían que intentase suicidarse o escapar.Luego relató el momento culminante:
“General -dijo Fernando- vamos a proceder”.


“Proceda”-, dijo Aramburu.


“Fernando (Abal Medina) disparó la pistola 9 milímetros al pecho, Después hubo dos tiros de gracia, con la misma arma y uno con una 45. Fernando lo tapó con una manta...” Con la publicación del relato, Montoneros secuestró y mató a Aramburu una vez más.
¿Por qué y para qué? En aquel momento la explicación la tenía sólo la conducción de esa organización, que estableció un paralelo entre circunstancias disímiles: septiembre de 1974 no era mayo de 1970. En cuatro había cambiado todo.
El 1 de mayo de 1974 se había llegado a un momento definitorio del enfrentamiento con Perón: este echó de Plaza de Mayo a la Juventud Peronista y Montoneros, o estos decidieron irse, según quien interprete el hecho. Pocos días después, en una charla informal en la redacción, Firmenich dijo: “no importa, en tres meses tomamos el poder”. El 1 de julio murió Perón, asumió Isabel Martínez, la acción de la Alianza Anticomunista Argentina aumentó y la violencia entre sectores del peronismo, también. Unos meses después de aquella charla informal y en el mismo lugar, Firmenich opinó: “esta etapa ha terminado, ahora queda la acción militar”. Contar el Aramburazo era decir “esto somos nosotros”, volver al origen.


La redacción no era ajena a lo que pasaba. Debía reflejarlo semanalmente. Las últimas tapas de El Peronista habían sido elocuentes. “General: el peronismo no está de acuerdo, por eso 60.000 compañeros abandonaron la plaza”, tituló la edición del 4 de mayo. Clausurada esa revista, el número 1 de La Causa Peronista fue de luto: “Murió nuestro Líder… LOS PERONISTAS QUEDAMOS SOLOS”. En la edición número 9, la última, llegó “Cómo murió Aramburu”.


Ya antes de la muerte de Perón, Enrique Jarito Walker, jefe de redacción de las tres revistas y extraordinario periodista, había empezado a querer hacer la nota sobre el Aramburazo. Su razonamiento era que iban a cerrar La Causa Peronista y que era mejor que lo hicieran por haber publicado esa nota. Eran consideraciones periodísticas internas y autónomas en las que participan Juan José Yaya Ascone, secretario de redacción, y el periodista Jorge Lewinger, que ejercía un rol político en nombre de la conducción de Montoneros, y el autor de este artículo. Cuando los argumentos resultaron convincentes, Lewinger trasladó la idea a Firmenich.


Fueron esos cuatro periodistas más Dardo Cabo quienes condujeron el reportaje a Firmenich, en la casa de Dardo. A Arrostito la entrevistaron Ascone y quien escribe. La redacción del conjunto del artículo fue compleja y es difícil precisar qué hizo quién, salvo lo que el autor de esta nota sabe que escribió: el relato de Arrostito y Firmenich y la primera parte de la nota de apertura. El conjunto fue editado por Lewinger.


De las entrevistas a ambos quedan pormenores y detalles que no fueron publicados y que las limitaciones de espacio y análisis de un artículo periodístico dificultan agotar. Estarán contenidos en un libro del autor que la editorial Sudamericana publicará dentro de algunos meses y cuyo eje conductor son los 61 ejemplares que sumaron en total El Descamisado, El Peronista y La Causa Peronista. 61 semanas que fueron el preludio de los años más violentos y trágicos de nuestro 900.

Con el Aramburazo, Montoneros, queriéndolo o no, fundó un mito. Con el relato sobre el Aramburazo, quisieron retomarlo.


Ascone y Walker fueron desaparecidos-muertos en 1976. Cabo fusilado en un hecho que presentaron como un intento de evasión.Lewinger y yo nos exiliamos.


Pedro Eugenio Aramburu

Nació en Río Cuarto, Córdoba, el 21 de mayo de 1903. Egresado del Colegio Militar de la Nación, ascendió hasta proclamarse Presidente entre 1955 y 1958, dentro del régimen de la “Revolución Libertadora”, que le había arrrancado el poder a Juan Perón. En 1956 fue responsable de reprimir y fusilar a los militares rebeldes peronistas. Luego intentó pasar a la política y en 1962 fundó el partido Unión del Pueblo Argentino (UDELPA). Montoneros lo mató en la madrugada del 2 de junio de 1970. Tenía 67 años.

Los hechos

29 de mayo de 1970. Dos jóvenes disfrazados de policías ingresaron al departamento del general Pedro Eugenio Aramburu. Simularon ser su nueva custodia y lo secuestraron, llevándolo a un campo de Timote, al noroeste de la provincia de Buenos Aires.

2 de junio de 1970. El grupo que participó del secuestro estaba formado por once hombres y una mujer, según los propios Montoneros. El jefe, Fernando Abal Medina, dirigió un “juicio popular” y culpó a Aramburu por el golpe contra Perón en el ‘55 y otros hechos. Lo mató de un tiro al pecho.

-“General, vamos a proceder” -“Proceda”

Los siguiente fragmentos pertenecen a la publicación del 3 de setiembre de 1974 del periódico La Causa Peronista . El que relata es Mario Firmenich, líder de Montoneros: “Metimos a Aramburu en un dormitorio, y ahí mismo esa noche le iniciamos el juicio. Lo sentamos en una cama y Fernando (Abal Medina) le dijo: - General Aramburu, usted está detenido por una organización revolucionaria peronista, que lo va a someter a juicio revolucionarlo.

Recién ahí pareció comprender. Pero lo único que dijo fue: - Bueno.

Su actitud era serena. Si estaba nervioso, se dominaba. Fernando lo fotografió así, sentado en la cama, sin saco ni corbata, contra la pared desnuda. Pero las fotos no salieron porque se rompió el rollo en la primera vuelta.

Para el juicio se utilizó un grabador. Fue lento y fatigoso porque no queríamos presionarlo ni intimidarlo y él se atuvo a esa ventaja, demorando las respuestas a cada pregunta, contestando. “no sé”, “ de eso no me acuerdo”, etc.

El primer cargo que le hicimos fue el fusilamiento del General Valle y los otros patriotas que se alzaron con él, el 9 de junio de 1956. Al principio pretendió negar. Dijo que cuando sucedió eso él estaba de viaje en Rosario. Le leímos sílaba a sílaba los decretos 10.363 y 10.364, firmados por él, condenando a muerte a los sublevados. Le leímos la crónica de los fusilamientos de civiles en Lanús y José León Suárez.(...) Era ya la noche del 1ro. de junio. Le anunciamos que el Tribunal iba a deliberar. Desde ese momento no se le habló más. Lo atamos a la cama. Preguntó por qué. Le dijimos que no se preocupara. A la madrugada Fernando le comunicó la sentencia: - General, el Tribunal lo ha sentenciado a la pena de muerte. Va a ser ejecutado en media hora.

Ensayó conmovernos. Habló de la sangre que nosotros, muchachos jóvenes, íbamos a derramar. Cuando pasó la media hora lo desamarramos, lo sentamos en la cama y le atamos las manos a la espalda. Pidió que le atáramos los cordones de los zapatos. Lo hicimos. Preguntó si se podía afeitar. Le dijimos que no había utensilios. Lo llevamos por el pasillo interno de la casa en dirección al sótano. Pidió un confesor. Le dijimos que no podíamos traer un confesor porque las rutas estaban controladas.

- Si no pueden traer un confesor -dijo-, ¿cómo van a sacar mi cadáver? Avanzó dos o tres pasos más.

- ¿Qué va a pasar con mi familia?-, preguntó.

Se le dijo que no había nada contra ella, que se le entregarían sus pertenencias.

El sótano era tan viejo como la casa, tenía setenta años. Lo habíamos usado la primera vez en febrero del 69, para enterrar los fusiles expropiados en el Tiro Federal de Córdoba. La escalera se bamboleaba. Tuve que adelantarme para ayudar su descenso.

- Ah, me van a matar en el sótano-, dijo.

Bajamos. Le pusimos un pañuelo en la boca y lo colocamos contra la pared. El sótano era muy chico y la ejecución debía ser a pistola.

Fernando tomó sobre sí la tarea de ejecutarlo. Para él, el jefe debía asumir siempre la mayor responsabilidad. A mí me mandó arriba a golpear sobre una morsa con una llave, para disimular el ruido de los disparos.

- General -dijo Fernando-, vamos a proceder.

- Proceda - dijo Aramburu.

Fernando disparó la pistola 9 milímetros al pecho, Después hubo dos tiros de gracia, con la misma arma y uno con una 45. Fernando lo tapó con una manta. Nadie se animó a destaparlo mientras cavábamos el pozo en que íbamos a enterrarlo.

Después encontramos en el bolsillo de su saco lo que había estado escribiendo la noche del 31. Empezaba con un relato de su secuestro y terminaba con una exposición de su proyecto político. Describía a sus secuestradores como jóvenes peronistas bien intencionados pero equivocados. Eso confirmaba a su juicio, que si el país no tenía una salida institucional, el peronismo en pleno se volcaría a la lucha armada... “



16 de julio de 1970. La Policía encontró el cadáver del militar en el campo de Timote. Esto arruinó los planes de Montoneros, que querían canjear su cuerpo por el de Evita Perón. Aramburu era un símbolo del antiperonismo, a pesar de que, se decía, negociaba con Perón una salida al gobierno de facto de Juan Carlos Onganía.

7 de setiembre de 1970. La Policía mató a balazos a Abal Medina y Carlos Ramus, dos de los autores del secuestro y fundadores de Montoneros.

3 de setiembre de 1974. Montoneros siempre se reconoció autor del secuestro. Pero con la intención de “volver a Montoneros a su origen”, el líder de la organización, Mario Firmenich, decidió dar su versión del caso. Lo hizo en una larga entrevista.



Un disparo repleto de intrigas que abrió las puertas a la tragedia
El crimen convocó a la locura. Y nunca se lograron despejar las sospechas sobre el rol de Montoneros.

El asesinato partió al país en dos.

No fue, como sostuvieron dos décadas después los defensores del terrorismo de Estado, el inicio de la violencia en la Argentina. La violencia de la segunda mitad del siglo estuvo simbolizada por el sangriento derrocamiento de Juan Perón, por el bombardeo a la Plaza de Mayo que lo precedió, por los fusilamientos de los alzados en 1956 contra la “Revolución Libertadora”, por la persecución y el oscurantismo ciegos que entronizó a la picana eléctrica como un elemento más de la cotidianeidad social del país.

El asesinato del general Pedro Eugenio Aramburu no fue el inicio de la violencia política, pero marcó un punto de inflexión, el final de la inocencia de un país que no volvería a ser el mismo.

Fue un crimen, como todos, horrendo, que debió llamar a la sensatez, pero que convocó a la locura; que debió mover a la reflexión, pero impulsó el desatino ; que debió despertar algún rasgo de madurez, pero que derivó en irracionalidad; que debió ser una advertencia y que, en cambio, obró como un disparador del descontrol. La Argentina que vio morir a Aramburu se asomaba al abismo. Y ya no volvió atrás.

El país de 1970 no necesitaba demasiado para partirse. Era un polvorín gobernado con mano de hierro y cerebro de estopa por Juan Carlos Onganía, un general nacionalista, ultracatólico, que intentaba eternizarse en el poder a cualquier precio. Perón, el peronismo y los peronistas estaban prohibidos, exiliados, negados, perseguidos, encarcelados, asesinados. Los primeros grupos guerrilleros ya habían dado sus golpes montados sobre aquella prohibición y sobre la convulsión social que generaban la economía que se caía a pedazos, una devaluación del cuarenta por ciento, los precios que trepaban, los salarios congelados a lo largo de cuatro años y la pertinaz represión contra toda protesta. El año anterior al asesinato de Aramburu, la rebelión obrera y estudiantil conocida como el Cordobazo había puesto fecha de clausura al gobierno.

El mismo Aramburu había comprendido, tal vez, que no era posible gobernar a la Argentina sin Perón, al menos sin el peronismo, y no temía ser visto como el eventual sucesor de Onganía, en cuyo gobierno revistaban sus más encarnizados enemigos: un grupo de militares nacionalistas a los que Aramburu había desplazado en el golpe palaciego con el que, en noviembre de 1955, había borrado al general Eduardo Lonardi del primer gobierno de la Revolución Libertadora. Eran los generales “lonardistas”, incorporados en 1966 al régimen de Onganía: Francisco Imaz como ministro del Interior, Eduardo Señorans como jefe de la SIDE, Mario Fonseca como jefe de la Policía Federal, entre otros.

Aramburu, que tenía ambiciones políticas, había buscado el diálogo con el peronismo en los años 60 y había hecho contacto con dirigentes sindicales. Uno de ellos, Augusto Vandor, que propugnaba un “peronismo sin Perón”, había sido asesinado en junio de 1969.

En aquella Argentina convulsionada y compleja debuta la violencia de Montoneros. A modo de presentación en sociedad secuestra y asesina, o dice que secuestra y asesina, al general Aramburu. Se trata de un grupo católico, nacionalista, integrado por jóvenes, algunos con formación en liceos militares, que en raros casos superan los 25 años.

A cuarenta años de aquella tragedia, ya casi nadie cree en la versión que Mario Firmenich, el máximo dirigente de aquella guerrilla, y Norma Arrostito hicieron en septiembre de 1974 sobre Cómo murió Aramburu, en el artículo de la revista La Causa Peronista . Ni el propio Perón creyó en ella. Cuenta la leyenda que cuando supo los detalles de la ejecución narrados por los guerrilleros (a Aramburu, atado, amordazado, le anuncian que van a ejecutarlo y el militar ordena a sus verdugos “Proceda”) Perón comentó: “Qué voz potente la de Aramburu: pudo decir “Procedan” amordazado como estaba”.

El relato fue refutado también en un libro escrito por uno de los amigos inclaudicables de Aramburu: el capitán de navío Aldo Luis Molinari, que visitó a Arrostito en el infierno de la ESMA donde estuvo cautiva hasta 1978. Cuenta Molinari que le mostró a la guerrillera el ejemplar de La Causa Peronista . Y la respuesta de Arrostito fue: “A mí me hacen aparecer narrando cosas que yo no dije. Eso se manejó desde otro nivel”, en referencia a la jerarquía de Montoneros.

Quiénes y cómo secuestraron y mataron a Aramburu es un enigma irresuelto que se ha ahondado a lo largo de cuarenta años. En la Argentina de “la historia oficial”, es difícil estar convencido de que la versión narrada por los montoneros es una historia oficial cierta.

En su imprescindible biografía “Aramburu”, Rosendo Fraga y Rodolfo Pandolfi no descartan ninguna posibilidad. No se privan de citar a un ex ministro de Aramburu, Carlos Alconada, que responsabiliza por el crimen al ministro del Interior de Onganía, Francisco Imaz: “Montoneros era un grupo de derecha. No sé si Imaz fue autor intelectual del secuestro y asesinato. Pero que tuvo participación , la tuvo (…) Firmenich entraba al ministerio del Interior como Pancho por su casa”.

Fraga y Pandolfi no pueden menos que admitir, en abierto desacuerdo con la historia oficial: “Aramburu fue secuestrado y asesinado por un grupo nacionalista civil o militar, pero nadie sabe cuál fue la trayectoria de Aramburu prisionero (desde las 9.40 del 29 de mayo hasta, a lo sumo, 36 horas después) ni de Aramburu muerto (30 de mayo al amanecer) o enterrado (7 de junio) (…)”. Ambos sostienen que Montoneros sospechaba de algún contacto entre Aramburu y Perón y en una probable decisión del líder peronista de acordar con su rival de otros tiempos una salida política condicionada.

El gobierno de Onganía y Montoneros pudieron tener “puntos de conveniencia común” en la eventual muerte de Aramburu , sostiene en parte el historiador Richard Gillespie.

Y esa es la otra gran calamidad que encierra el asesinato de Aramburu: el haber introducido la idea vil de que existen crímenes políticos que son “convenientes”, y que por ello no deberían ser vistos como lo que son: crímenes políticos. Es un pensamiento trágico, que abrió las puertas a una gran tragedia.

En cuanto a la verdad sobre el secuestro y la muerte de Aramburu, dos hechos que se presentan siempre como uno solo y que acaso no lo son, está tapada por un velo espeso que tal vez jamás se descorra. Hace treinta años, en el transcurso de una investigación para un semanario de actualidad que decidió luego no publicarla, entrevisté al general Bernardino Labayru, otro de los incondicionales del general asesinado, que sostuvo siempre que Aramburu fue víctima de un secuestro por parte de un grupo de las fuerzas armadas y que en realidad murió en el Hospital Militar de la Avenida Luis María Campos. Le pregunté a Labayru quién conocía la verdad del caso. Me contestó: “Eugenito -en referencia al hijo de Aramburu-. Hasta que Eugenito no hable…” Tampoco Labayru quiso hablar más sobre su enigmática frase. Murió en 1984.

Otra persona que debe saber la verdad es Mario Firmenich, el único jefe montonero involucrado en el crimen que queda con vida. Vive en España. Está empecinado en un silencio cargado de soberbia.

De todos modos, ¿quién le creería?


Timote, un pueblo de 500 vecinos al que la violencia puso en la historia
Es donde mataron a Aramburu los Montoneros. Todos recuerdan a “los amigos de Carlitos”.
Aramburu sigue vivo. O mejor dicho: resucita en la voz de cada paisano, en los mudos ladrillos de la finca que fue su prisión, su tribunal y su postrero cadalso.

Resucita una y mil veces, desde hace cuarenta años, para volver a caer bajo las balas montoneras, las intrigas políticas de sus compañeros de armas o cualquier otra emulsión de hechos, protagonistas y escenarios que combine versiones del secuestro y asesinato político más trascendente de la historia argentina.

Timote es un bucólico caserío de 500 almas plantado hace un siglo en el noroeste bonaerense: apenas una pizca de tinta volcada sobre el mapa entre Lincoln y Carlos Tejedor, en aquellas indómitas tierras arrancadas al indio en el último tercio del siglo XIX por el general Villegas y su soldadesca. Pieza clave del trazado ferroviario de la pampa hace cien años, llegó a tener 2.300 habitantes en la década del 30, que vivían atareados por la ganadería, la agricultura, el comercio y los quehaceres mecánicos que la existencia del tren regalaba a sus operadores. Algo de ese modesto brillo provinciano aún refulgía en 1970, cuando Carlitos, el hijo de don Gustavo Ramus y María Amalia Iribarren –descendiente de una de las familias pioneras de Timote– alojó en el añoso casco de su estancia “La Celma” a un prisionero notable : el ex dictador antiperonista Pedro Eugenio Aramburu. Lo había secuestrado en su casa de Recoleta el viernes 29 de mayo, y junto a sus amigos Mario Firmenich y Fernando Abal Medina lo trasladó hasta Timote ese mismo día. El viernes 29 de mayo.

“El día anterior a que la policía encontrara el cuerpo de Aramburu, el 16 de julio de 1970, el vasco Blas Acebal, cuidador de La Celma, me mostró en un diario La Nación la foto de Firmenich. ‘¿Te acordás de él?’, me preguntó. Yo no me acordaba. Es el amigo de Carlitos Ramus, el que andaba con él por acá”, recuerda Mario Brugman, vecino prolijo y memorioso.

“Carlitos Ramus venía con sus amigos todos los veranos. Me acuerdo de Firmenich y Arrostito, que en el carnaval del 70 jugaban a tirarse agua con una jeringa para inyectar animales. También les gustaba andar a caballo, pero se notaba que sólo Carlitos sabía hacerlo; los otros rebotaban sobre las monturas”, se ríe Bregman.

“Esos dos andaban siempre secos. Les teníamos que dar de comer, pero inventaban negocios imposibles”, sonríe el viejo Ricardo, chofer y contratista que trabajó diez años para los Ramus. “Yo tenía un camión jaula, y Carlitos con Firmenich querían que fuera al Chaco a vender sus vacas, y que a la vuelta trajera caballos. ‘¿Y de dónde saco los caballos?’, les preguntaba yo. ‘Y, de lo montes, agarrás uno de cada lado y no se va a dar cuenta nadie, o se los comprás a los paisanos con cheques que no van a cobrar más’. ‘No, Carlitos, gracias’, le contestaba yo.” Ricardo, que aún prefiere escamotear el apellido a los lectores, sacude su canosa cabeza. “Para mí, a estos chicos les pagaron para traerlo a Aramburu acá, tengo dudas de que ellos lo hayan matado. Cuando vi todo en los diarios no lo podía creer. En esa época había un hotelucho que tenía un bar, y a veces Carlitos venía a tomar algo. En aquellos días no se hablaba de otra cosa que de Aramburu, y en joda le decíamos ‘¿Che, no lo tendrás vos por ahí?’ El se reía”, recuerda. Pero también advierte: “Acá se dijeron muchas pavadas. El vasco Acebal, que les cuidaba La Celma, se murió un año y medio después. Dijeron que fue un crimen. Pero se murió de un ataque de presión, después de comerse un jamón casero entero con vino tinto. Cuando encontraron a Aramburu la policía se lo llevó y lo largó a los dos días: ‘Me dieron unos buenos vinos traspiches (sic) y me largaron. ¡Si yo no tengo nada que ver!’, me contó.” El certificado de defunción de Acebal, muerto a los 67 años, dice que fue a causa de un “edema agudo de pulmón”. Tras las dudas, el cuerpo fue exhumado y reexaminado para buscar balas o heridas.

No encontraron nada.

Ramus y Firmenich, miembros fundadores de Montoneros, habían creado una sociedad para manejar y vender hacienda . Para financiarse sacaron un crédito en la localidad santafesina de Vera, y pusieron como garantía a La Celma, propiedad de los Ramus. Cuando el país buscaba a Aramburu, ese dato sirvió para conducir a los policías hasta la finca. Lo hicieron el 16 de julio, 45 días después del asesinato. ¿Sabían que el general –vivo o muerto– estaba allí? Como en el resto de la historia, las versiones difieren. Pero el hecho de que sólo hayan ido cuatro policías locales más duchos en cuatrerismo que en investigaciones complejas permite pensar que no. O que sí, pero que si Aramburu estaba ahí ya había poco que hacer por él.

Maltratada por la historia y el tiempo, “La Celma” es hoy una sombría osamenta de ladrillos gastados, baldosas rotas bajo altísimos techos corroídos y un silencio húmedo y grave que habita esta casa junto a los fantasmas de los guerrilleros que en el ancho comedor discuten la suerte de su prisionero, quien los espera atado a la cama de una de las cinco habitaciones de la finca. En la más lejana a la entrada, aquella que tenía una trampa en el piso para acceder al sótano, ya no quedan ni el piso ni el sótano: sólo un agujero de dos metros de profundidad poblado de montañas de tierra floja, plantas y yuyos silvestres e informes restos de madera y hierros.

Acá lo mataron. Acá lo encontraron .

Una de las historias más repetidas cuenta que, en una de sus esporádicas estadías en Timote posteriores al caso Aramburu, don Gustavo Ramus murió en La Celma. Cierta o no, la versión resulta inquietante: una especie de tardía cobranza del destino, que vuelve para tomar la vida del padre donde el hijo había tomado la del controvertido general. Según Mario Bregman, don Gustavo venía poco a Timote, pero mantuvo unos años la vieja camioneta Gladiator que su hijo había usado en el secuestro de Aramburu . “Tenía un bollo emparchado en la puerta del conductor, y yo le decía que lo arreglara, pero él me contestaba: ‘Dejá, mejor ni tocarla. Andá a saber lo que hizo Carlitos con esta camioneta’. Pobre Gustavo”.

Tito Fraile nació, creció y sigue viviendo en Timote, donde trabaja como delegado municipal. Era un pibe de 13 años cuando el rayo con la noticia de la aparición del cuerpo de Aramburu estremeció al pueblo de sorpresa y curiosidad. “Fui hasta La Celma con la bicicleta y me paré afuera. Me acuerdo que habían dejado el cuerpo en la galería frontal de la casa, a la derecha de la puerta, y que estaba tapado con una frazada, y que había cal por todas partes. Yo no entendía mucho los detalles, pero me daba cuenta de que estaba pasando algo muy muy importante . No sé por qué, pero fui a buscar un frasco de mayonesa vacío y guardé un poco de esa cal, con la que –supe después– habían cubierto a Aramburu cuando lo enterraron en el sótano”, recuerda hoy. “Justo el otro día mi mamá me dijo que revolviendo cosas viejas había encontrado el frasco. Yo me había olvidado. Mirá qué casualidad”, se ríe Tito.

Viuda y empobrecida, en 1979 la madre de Carlitos Ramus vendió La Celma a un vecino, quien a su vez la vendió al Ministerio de Educación bonaerense, con una escritura firmada por el gobernador de la dictadura Ibérico Saint Jean.

Su idea de hacer un museo en la finca quedó en nada , y la casa –intrusada y saqueada en varias ocasiones– comenzó a arruinarse hasta convertirse en el despojo que es hoy. Mientras, el plan para convertirla en un “espacio para la memoria” –con un contenido ideológico bien distinto al que imaginó Saint Jean– sigue latente.

Hace dos años, el diputado provincial Ricardo Gorostiza firmó un proyecto de resolución en el que se oponía “a la posibilidad de que tanto en el ámbito nacional o provincial se declare sitio o lugar histórico, o se propicie la instalación de un museo en la casa donde fue muerto el general Aramburu”. Notorio, eso de oponerse a una posibilidad.

La apasionada –¿enceguecida?– lectura del pasado también alcanzó a los timotenses en mayo de 2008, cuando una masiva recolección de firmas decidió el reemplazo del monumento y las placas dedicadas a Aramburu en la plaza del pueblo por otras consagradas al colimba Roberto Bordoy, un pibe de Timote muerto tras el hundimiento del crucero General Belgrano. “Algunos no entendieron que no fue nada contra Aramburu, sino un justo homenaje a nuestro vecino caído en la guerra”, explica Tito Fraile. “Pero pasan cosas locas, difíciles de explicar. Cuando la dictadura puso esas famosas placas, en 1980, durante tres meses dejó una custodia armada por si había atentados. Vos caminabas por ahí y de golpe te iluminaban con reflectores, a los gritos te pedían que te identificaras, parecía una película. Ahora las placas están guardadas para instalarlas en otro lado, porque son parte de nuestra historia. Sin embargo, tanto una nieta de Aramburu como un tipo que vive en San Martín de los Andes me llamaron para comprarlas, como si fueran un recuerdo o un fetiche. Raro, ¿no?”, sonríe el afable funcionario municipal. “Timote no es un pueblo politizado. Y yo creo que no conocemos ni la puntita de la verdad. Lo que sí te aseguro es que acá nadie sospechaba que Ramus y sus amigos fueran guerrilleros ”.

En Timote, las historias, anécdotas y leyendas siguen surgiendo detrás de cada puerta. En ellas, los hechos se retocan, se desmienten, se abren y se reencuentran en los labios de los protagonistas, o de los hijos y conocidos de los protagonistas. Las paredes carcomidas de La Celma escuchan en silencio, rodeadas por hermosos eucaliptos centenarios, algunos fresnos y un puñado de cinacinas achaparradas. Ellos son los verdaderos, los únicos testigos de la tragedia desatada hace cuarenta años tras esas ruinosas paredes, con los primeros cuatro de cientos, miles de disparos, bombas y torturas.

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