lunes, 23 de agosto de 2010

“El asesinato de Rucci podría ser de lesa humanidad”

Reportaje a Luis Moreno Ocampo
El fiscal del juicio a las juntas, hoy en el Tribunal Penal Internacional, subraya que la Argentina es un caso único por cómo lidió con su pasado sangriento. Precisa que los crímenes de lesa humanidad no los comete sólo el Estado y advierte que una sociedad no puede manejarse con la lógica de amigos y enemigos.
Por Magdalena Ruiz Guiñazú
Sin duda, fue emocionante la recordación que se hizo en el Congreso Nacional (a través de una iniciativa de Margarita Stolbizer) del juicio a las juntas militares que gobernaron la Argentina entre 1976 y 1983.



Fue emocionante, no sólo por la presencia de algunos de sus protagonistas, como el entonces fiscal, Luis Moreno Ocampo, sino por el hecho único que significó –no solamente en América latina sino en el mundo– aquel juicio que, de acuerdo con las palabras del fiscal del tribunal de Roma, marcó un tiempo especial en el mundo de la jurisprudencia. Núremberg tuvo jueces y fiscales pertenecientes a un ejército vencedor. Argentina tuvo jueces, fiscales y testigos argentinos mirándose a los ojos con culpables de crímenes de lesa humanidad.

Moreno Ocampo era entonces muy joven: 32 años y tal como lo recuerda:

—Yo soy como D’Artagnan, el cuarto mosquetero.

—¿Por qué?

—La Cámara Federal tenía que intervenir. Contaba con seis jueces y un fiscal. Decidieron apoyar al fiscal Dr. Julio Strassera y, entonces, me mandaron a mí. En esa época yo era profesor en la facultad y tenía el cargo de secretario de Estado de la Procuración de la Nación. Era un cargo interno. Yo asesoraba en dictámenes ante la Corte Suprema de Justicia. Eran cargos muy de gabinete y, de pronto…¡pam! Me encontré en medio de la acción.

—Recuerdo que el ritmo de trabajo que ustedes llevaban era enloquecedor.

—Yo soñaba con los problemas que se presentaban. Soñaba con las soluciones y soñaba que debía recordar el problema en todos sus detalles cuando despertara. Sosteníamos la convicción de que no se podía fracasar. Los jueces tenían a su cargo el hecho fundamental de hacer el juicio y la fiscalía debía cumplir con su misión, que era investigar los hechos. Y todo esto en un contexto en el que la sociedad argentina había decidido que había que revisar el pasado. Había liderazgo político y se habían prometido juicios. Pero también el Congreso de la Nación votó en forma unánime (todos los partidos políticos, incluso Alvaro Alsogaray) que la amnistía no podía funcionar. Es importante recordar que la primera medida del Congreso democrático de 1983 fue dejar sin efecto la autoamnistía que buscaban los militares. Fue un momento en el que la Argentina cambió. El juicio a las juntas es como la puntada final de una tarea muy laboriosa. En aquel momento que vivimos, nos encontrábamos con nueve comandantes (incluidos tres ex presidentes) frente a seis jueces que iban a decidir sobre su vida y su libertad.

—Por aquello, justamente, del momento único; luego, las leyes de perdón trajeron cierta desilusión.

—Bueno, la Argentina es un milagro. Ningún país del mundo hizo antes ni después lo que hizo Argentina. En Núremberg, fue la primera vez que se juzgó a comandantes militares por crímenes masivos, pero sobre la base de ejércitos derrotados frente a ejércitos aliados y vencedores que impusieron la justicia. En la Argentina fue la misma sociedad la que decidió: “Esto no puede ocurrir. Hay que revisarlo…” El Congreso y el presidente lo impulsaron y los jueces tenían que decidir. Entonces, aquel fue un momento de total consenso. Lo que ocurre es que los crímenes masivos son, de por sí, enormes. Y para nosotros, como jueces y fiscales, no había que probar quiénes habían cometido las violaciones y las torturas, sino por qué Videla era responsable. Nuestro problema era mostrar que era un plan aprobado por Videla, por Massera, por los comandantes… Aquél fue el primer gran desafío. Juzgar crímenes de esa magnitud era un desafío enorme, pero después… Le explico: cuando hay crímenes masivos hay un número masivo de víctimas y de victimarios. ¿Cómo se manejan esos números? La Justicia está generalmente preparada para hacer casos de dos o tres personas y no de miles de personas. Los jueces fueron jueces y quisieron ser imparciales y mostrar que las promesas que podría haber hecho el Ejecutivo a los militares en cuanto a sus juicios… El juicio es el que aplica la ley y, en ese sentido, lo que ocurrió fue una tensión entre la Justicia que iba más adelante que lo que el poder político esperaba. Por eso hubo desequilibrios y desencuentros, pero después de 25 años, cuando uno ve que esa Argentina milagrosa sigue juzgando hoy lo que ocurrió entonces… bueno, justamente, los conflictos (incluyendo los indultos) son muestras de la complejidad de los temas que manejamos. Y por eso sigue siendo milagrosa la Argentina. Y por eso, también, yo estoy en la Corte Penal Internacional como fiscal.

—¿Constituimos un caso único?

—Así es. Por tratarse de un país que tomó esas medidas. En Chile, por ejemplo, después de un proceso de transición más largo, se está juzgando a muchos militares y a personas involucradas. Me llena de orgullo que las hijas del general Prats (asesinado en Buenos Aires, en 1974) hayan logrado finalmente que sean condenados los responsables en Chile. Yo fui abogado de la familia Prats contra Arancibia Clavel, pero ahora las hijas, como le decía, lo lograron también en Chile. Lo cual demuestra la enorme dificultad de todo esto. Y cuán difícil es para las víctimas hacer justicia. Pero la Justicia funciona. En Africa tenemos el caso de Ruanda, un verdadero genocidio. Un millón de personas en tres meses. Y Ruanda utilizó un mecanismo interesante, que es un modelo de justicia tradicional para juzgar a miles (en este caso 40 mil) de personas acusadas.

—¿Cómo es ese mecanismo?

—La gente acusada ya había estado presa durante ocho años. Igualmente, era imposible juzgar a cuarenta mil personas. Entonces, lo que hicieron fue una especie de reunión comunitaria en el que los acusados iban a las comunidades donde habían cometido los crímenes. Confesaban allí sus crímenes, pedían perdón y los condenaban a una pena de ocho años de prisión. Pero como ya habían cumplido esos ocho años, los dejaban en libertad. Básicamente, esto fue lo que hicieron. Además, hay investigaciones específicas y todavía hay (actuando para Ruanda) un tribunal internacional. Yo diría que en Ruanda es donde se condenó a más gente. Como dije antes, no sólo es un cambio para la Argentina, sino, como le señalaba, un cambio para el mundo. El mundo también está girando para no aceptar más violencia política y por eso es interesante que haya creado esta Corte Penal Internacional y que me haya designado a mí como fiscal porque, justamente, es un reconocimiento a la Argentina que hizo las cosas bien.

—¿Cómo surge la ley penal humanitaria?

—Es una antiquísima historia que comienza cuando el diario The Times, de Londres, en su portada comienza a publicar fotografías sobre la guerra de Crimea (1870). La gente, entonces, comienza a entender lo que eran las guerras. Que había que ocuparse de las guerras de un modo diferente. No solamente a través de la carga heroica de la caballería. En 1873, una de las fundadoras de la Cruz Roja admite que “tenemos la ley penal humanitaria, pero ningún Estado la aplica. Porque ningún Estado quiere castigar a sus soldados. Necesitamos una Corte Penal Internacional independiente”. Sin embargo, esa idea tardó 130 años en implementarse. Después de la primera guerra mundial, el Tratado de Versalles impuso que se investigara al kaiser (monarca alemán), pero como Holanda le brindó asilo político nunca pudieron ni investigarlo ni juzgarlo. Después de la Segunda Guerra Mundial tuvo lugar Núremberg, donde se les hizo juicio a los responsables del nazismo.

—Los ahorcaron.

—A algunos. Otros fueron condenados a prisión perpetua y luego hubo otros casos (cerca de 12) juzgados por el Tribunal Americano, en Alemania. Luego, en 1948, se sanciona la Convención de Genocidio, que señala que hay que fundar un Tribunal Penal Internacional para perseguir el genocidio. Sin embargo, la Guerra Fría bloqueó esa propuesta porque el Tribunal Penal Internacional no toma en cuenta posturas políticas, sino crímenes. Entonces, como le decía, la guerra fría bloquea esta salida hasta que estalla la guerra de los Balcanes, en la ex Yugoslavia. Y cuando las imágenes, muy parecidas a las de la Alemania nazi, inundan Europa, lógicamente los europeos se asustan y desesperan frente a lo que está ocurriendo en los Balcanes y promueven la creación de un Tribunal Penal Internacional para Yugoslavia. Digamos que vuelve Núremberg, pero para Yugoslavia. Al día siguiente, se produce el genocidio de Ruanda (un millón de personas asesinadas a machetazos en tres meses), del que ya le he hablado, y se dispone un tribunal para Ruanda. En 1998, ocurren dos cosas que muestran una demanda mundial de justicia: por una parte, se discute en Roma el llamado Estatuto de Roma y se crea, finalmente, la Corte Penal Internacional que la Cruz Roja soñaba en 1873. Y, por otra, justamente en 1998, el juez Garzón le pide a Inglaterra la detención de Pinochet. Y esto es diferente: no se trata de una corte, sino de un juez local, nacional, aplicando justicia universal. Pero es el mismo fenómeno, con la diferencia de que ahora la gente está comunicada (y hoy aún más a través de medios informales) y, al ver crímenes en la TV, quiere reacciones. Esto hace que en 2003 se ponga en marcha el Tribunal Penal Internacional en el que nombran a 18 jueces y a mí como fiscal.

Tenemos una nueva herramienta que demuestra cuánto ha cambiado el mundo. Hace unos meses me invitó la Federación de Derechos Humanos de Armenia para que les contara mi experiencia en Argentina y en el mundo. “Hace 35 años”, me explicaron, “cuando se cometieron esos crímenes en la Argentina, nosotros les pedimos a nuestros embajadores que le imploraran a Videla que no mataran más gente. Ahora, con la Corte Penal Internacional, tenemos que pedir que Videla vaya preso”. Por eso, esta Corte genera un cambio político impresionante en las relaciones internacionales.
—Usted habrá visto como, en Córdoba, durante el juicio a Videla y Menéndez, un grupo insultó al juez Garzón y lo increpó gritándole: “Vaya a juzgar a los terroristas de la ETA”, reeditando así el tema sobre quiénes son culpables de crímenes de lesa humanidad.

—Esto es interesante porque de acuerdo con la ley que yo aplico (y que solamente se aplica a los crímenes cometidos después de 2002), cualquier grupo, inclusive guerrillero, puede cometer crímenes de lesa humanidad. Y de hecho, un crimen de lesa humanidad es un ataque masivo y sistemático a la población civil. Y la Argentina fue eso. Podemos decir también que la guerrilla produjo ataques masivos y sistemáticos a la población civil porque mataban en forma masiva tanto a sindicalistas, empresarios o policías. En el caso de los policías también puede ser un crimen de guerra, pero es distinto. Por supuesto que estos son crímenes de lesa humanidad de acuerdo con el Instituto de Roma. En la Argentina, la Corte Suprema dijo que no se aplicaba esto para los crímenes cometidos por guerrilleros. Es un debate muy importante. Hay que explicar que, de acuerdo con el actual Instituto de Roma, no solamente el Estado puede cometer crímenes de lesa humanidad. Cualquier organización puede cometer un crimen de lesa humanidad. De hecho, en los casos que yo tengo aparecen algunos con estas características.

—¿El asesinato de José Rucci, en 1973, es un crimen de lesa humanidad?

—El asesinato de Rucci, si fueron los Montoneros, podría considerarse así. Es un ejemplo de un ataque sistemático a parte de la población civil. Rucci era un sindicalista.

—Debe ser impresionante la responsabilidad, el peso, de impartir justicia.

—Bueno, como fiscal, yo “pido” justicia. Y eso me gusta. Prefiero ser fiscal que ser juez. Pero, en realidad, no es tan difícil porque está todo muy reglado. Está todo muy claro. Hay que probar los hechos. No basta que yo tenga una mala opinión de alguien. Tengo que probar los hechos. Tengo que probar que Videla ha sido responsable de los crímenes cometidos contra jóvenes de 15 años, como Floreal Avellaneda, que fue detenido en su casa, en Florida. En ese caso, tengo que demostrar la conexión entre Videla y los soldados “de abajo”. Es lo mismo que hago ahora en la Corte Penal Internacional. Tengo que investigar crímenes masivos en todo el mundo. Pero tenemos reglas. Diría que esa parte es fácil. Es lo que los abogados sabemos hacer. Lo más difícil es lo que ocurrió en la Argentina: que se produzcan un consenso social y un consenso político. Cuando coinciden estos dos consensos, entonces la Justicia tiene un efecto impactante, como ocurrió en la Argentina de 1985. Esto no es ni simple ni fácil. En el mundo de hoy yo veo, por ejemplo, a Darfur. Aquí, en América del Sur, nadie sabe ni se interesa demasiado por lo que ocurre en Africa. Y Darfur es un genocidio que está ocurriendo hoy. En 2003. Es decir, hace siete años. Hoy, como le decía, hay dos millones de personas que viven en campos de desplazados y en condiciones tales que la Corte las califica como genocidio. Y volviendo al juicio que tuvimos en la Argentina, no hay que olvidar que los coroneles franceses con experiencia en Argelia vinieron a armar un sistema de comando y control para secuestrar personas, torturarlas y ejecutarlas cuando era considerado conveniente. Y esa fue la forma en que logramos encontrar para demostrar que los comandantes eran responsables. Que no era algo pensado y realizado por un oficial cualquiera. Era un sistema masivo. Y lo que ocurre en Darfur es similar: el gobierno de Sudán aprobó un plan para hacer lo mismo, pero con mayor brutalidad, ya que se atacó masivamente a toda la población. No era una acción contra un guerrillero: toda la ciudad se convertía en un blanco y era atacada como un blanco. Incluso, el ministro que manejaba esa operación decía: “Aquí vamos a quitar el agua para agarrar al pez”, parafraseando la famosa frase de Mao: “La guerrilla actúa como pez en el agua”.

—¿Y en la Argentina?

—Aquí se decía algo así como: “Atacamos al pez por lo sensible” y como había guerrilla en Córdoba, el Ejército rodea a Córdoba, la vacía, ataca a todos. En Darfur, ponen a la gente en lugares para desplazados, donde no les dan de comer y mueren de hambre. De paso, violan a las mujeres. Esto ocurre hoy y golpea a una población que es dos veces la de Córdoba: dos millones y medio de personas.

—Recordando las imágenes del juicio a las juntas, con las que hicimos un documental, y viendo ayer a Videla y a Menéndez en Córdoba, no podía dejar de pensar que esos hombres viven en un cierto tipo de locura. Se consideran enviados a este mundo para cumplir con una misión monstruosa, pero especial, para elegidos.

—Es un tema distinto, pero lo que yo aprendí de tanto ver personas responsables de crímenes masivos es que, lamentablemente, una de las razones por las que cometen tales crímenes es por asumir misiones que ellos consideran punitivas. Lo hacen para proteger a su grupo. Recuerdo un diálogo con un general: “General, usted no me puede decir, le señalaba yo, que usted mató y torturó para defender la libertad y la democracia”. A lo que él contestó: “Fiscal, esos son nuestros valores. ‘Ellos’, en cambio, son nuestros enemigos”. Cuando a usted lo definen como “enemigo” lo pueden matar pensando que protegen su grupo. Y, de hecho, cuando (Slobodan) Milosevic (presidente de Yugoslavia) estaba siendo juzgado y murió, 50 mil personas fueron a su velorio. Aunque parezca increíble, estos líderes que cometen crímenes masivos tienen popularidad porque siempre hay un grupo que es defendido por ellos. Y una sociedad no puede manejarse con amigos y enemigos. Yo no soy amigo de Videla, pero tampoco soy amigo de Firmenich. Acusé a los dos. Justamente porque quiero una sociedad en la que ninguna de esas cosas ocurra.

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